viernes, 19 de septiembre de 2008

Me enamoré de una indieCapítulo 1. Mi rifle, mi poni y yo.

Le dije que vivía en un garaje con una estufa de leña y ella, vayan a saber por qué, se imaginó una casa en el lejano oeste. Sólo me había visto una vez y, es verdad, yo llevaba las botas llenas de fango. Llovía como hoy, un poco menos quizás, y yo había estado paseando por el parque del Retiro antes de llegar al bar donde un amigo común nos presentó. Hablamos del tiempo y no sé muy bien cómo le conté la historia de una yegua que me regalaron cuando tenía catorce años y vivía con mi madre en el campo, cerca de Sevilla. Era una yegua torda, bajita como un burro y con el lomo combado de haber soportado desde potrilla el peso de su anterior dueño. Entonces presumía, impermeable a la risa de los demás, de que la yegua era de pura raza árabe.

Salimos los dos del bar, después de despedirnos de nuestro amigo, ella con prisa por perderme de vista y yo dispuesto a llevarla al fin del mundo. Caminamos bajo la lluvia, estaba tan guapa con su paraguas violeta y su pelo erizado por la humedad, que a mí me daba igual estar mojándome mientras ella siguiera a mi lado. No paré de hablar de mi yegua, me parecía un buen tema, si mi memoria no me traiciona, ella en el bar me había comentado algo de que alguna vez asistió a clases de monta inglesa. Le conté que le pusimos de nombre Tacones, por el estilizado sonido de sus cascos al andar, pero que eso daba igual porque los caballos no son perros y no atienden cuando se les llama. Le conté también que nunca supe que pensaba de mí aquel animal y hasta me atreví a sugerir un paralelismo con lo misteriosas que me resultan algunas mujeres, concretamente las que me gustan. No se dio por aludida.

Todas las tardes –le seguí contando- ensillaba a mi yegua y me iba de paseo, a ver la puesta de sol; incluso algunas noches, pasaba de la motocicleta y me iba con Tacones hasta el pueblo, sin prestar atención a los paletos que se metían conmigo. Pensé que estaba empezando a resultar pesado, cuando ella me preguntó qué me decían los paletos. No sé, le contesté entusiasmado de haber atrapado su atención, y, queriendo verla reír, en forzado acento andaluz, grité en medio de la calle: ¡échale paja al borrico! Luego añadí sotto voce, que los de aquel pueblo eran así de brutos y les gustaba mucho gritar. No pareció hacerle gracia -ella era tan sofisticada-, y un silencio lleno de lluvia estuvo a punto de ahogarme.

Ahora que lo pienso, hubiera sido mejor dejarlo ahí, abandonarme a la corriente de agua sucia que corría por la calle y dejarme tragar por la alcantarilla. En fin, ajeno al peligro que se avecinaba, seguí diciendo tonterías: es cierto que Tacones era bajita y que yo ya había pegado el estirón y mis piernas, al montar, caían ridículamente hasta casi tocar…En ese momento, ella, dejándome con la palabra en la boca, levantó la mano y paró un taxi. Desde la ventanilla se despidió de mí: Hasta luego silvestre, vete a contarle tus aventuras rurales a otra.

El caso es que a los pocos días me encontré en mi buzón de correo electrónico un mensaje con la pregunta ¿cómo está ese poni? por asunto. Al abrirlo, una lacónica frase:
Los que hablan mucho se quedan solos, con su rifle y con su poni.
Y este video de youtube:



Continuará...

2 comentarios:

Coral Herrera Gómez dijo...

pero ké bien escribes, puñetero, da gusto leerte... ¡¡da mucho gusto!! :)

Anónimo dijo...

yo me voy a quedar con walter brennan tocando la armónica, que para eso soy un cinéfago.

Aitor In Person